La cuestión no era tanto mala voluntad, sino el tren que
tenía por mochila. Hubo ciertos momentos de revelación, por lado un recuerdo
temprano, seguramente de su escuela primaria, donde le había propuesto noviazgo
telefónicamente a una niña. Otro, un tanto más cercano, subiendo al colectivo
133, donde recordaba una conversación sobre mochilas pesadas, y el impedimento
que éstas representaban. Finalmente una serie de asociaciones laxas entre
palabras, tales como barrilete de la fantasía por sonda vesical, pintar por
gustar, y leer por vivir. Pero a pesar de todo, el tren no venía siendo de gran
inconveniente, pasaba inadvertido, tenía paradas regulares y virajes insólitos,
casi divertidos. La vida con un tren a cuestas hace que a los pies asome acero, y diferentes elementos de la realidad se vuelvan semáforos. Es de todos
sabido que el tren tiene un sistema de señales semejante -aunque no idéntico-
al que regula la circulación de los autos, colectivos y camiones: rojo, un
doble amarillo, y finalmente verde.
Se había acostumbrado a las advertencias, a tal punto que
las tenía naturalizadas. Primero caminaba un poco, hasta sentir el hierro de las
vías en vez de sus pies (o quizás sus pies se convertían en rieles). En ese
momento se achicaba su perspectiva visual, casi como un caballo al que le
hubieran puesto anteojeras. Después venían semáforos, pero sabía que podía
seguir caminando siempre que estuviera atento a las señales, si había rojo,
podía ir hacia adelante o atrás, amarillo lo ponía un tanto en alerta, el doble
amarillo era señal de inminencia… y el verde… era un tanto ambiguo. Automáticamente
sabía que debía prepararse para subir al tren. Muchas veces agarraba viaje
feliz de poder llegar un poco más rápido a donde prometían las vías, pero otras
no, no quería subirse. Al convoy de vagones parecía no importarle, y para colmo,
algunas veces la locomotora venía suave, gentilmente, pero otras aparecía terriblemente
agitada, como perseguida por un feroz cronograma imaginario para llevarlo a la
estación de ninguna parte. De todos modos, no quedaba otra que dejarse llevar,
ya que sus propios pies eran las vías. En los malos encuentros quedaba con las
pantorrillas ateridas y el cuerpo un poco más roto.
Los trenes tienen problemas para frenar, más que otros
medios de transporte. Un auto en velocidad puede frenar en unos 60 metros; el tren
necesita diez o doce veces esa distancia. Esto es particularmente angustiante
en esos desafortunados encuentros entre los maquinistas y los incautos o los
suicidas. Se ve la figura en las vías, se acciona el freno, pero el tren no
puede detenerse de golpe; y a veces frena demasiado tarde, y se desea con todo
el corazón que el incauto se haya corrido. Todo termina con una serie de
preguntas paradojales, como por qué tanto apuro para llegar a ninguna parte, y por
qué le duelen los pies, el cuerpo, y el corazón, y qué se sentirá caminar sobre
la arena en vez de sobre rieles. Y claro, no sabía que tenía un tren en la
mochila, ojalá hubiera sabido. Tampoco sabía si pedir perdón, o perdonarse. Sí se
dio cuenta que era tiempo de dejar el aderezo mecánico, para empezar a ver
personas, y no tantas vías, semáforos y sufrir de locomotoras inoportunas.
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