jueves, 25 de septiembre de 2014

Autorickshaws

En la corriente caótica de peatones, autos, camiones, vacas, bicicletas, colectivos y afines de las calles de Bangalore, son omnipresentes los auto-rickshaws: cruza idiosincrática de taxi, moto, auto y cultura milenaria.
No miden más de dos metros de largo por un metro veinte de ancho. Su parte inferior es de chapa verde loro, sus laterales son en parte de chapa, en parte de lona color amarillo patito. De igual color es el recubrimiento del techo, pero está hecho de un material imposible de identificar.
Tienen tres ruedas. Son traccionados un motor que, si no está hecho de caca, tiene vínculos particulares con el excremento bovino o con el acto de defecar: un particular olor; un ruido a veces acuático, otras veces ahogado... ocasionalmente potente como raptus diarreico.
No es un vehículo delimitado por puertas. Se entra por el lateral izquierdo, y allí una superficie acolchonada en la parte posterior hace las veces de butaca. Desde el lugar del pasajero, mirando hacia el frente, el espacio queda dividido por un tabique metálico. Sobre este tabique se ubica el taxímetro. En la parte delantera se halla el conductor. El conductor es semejante a un ser mitológico. Está sentado, posicionado con una mano en el manubrio y otra en la bocina. Tiene los pies encastrados en los pedales y el calzado al costado de los pies. Su rostro gira sobre su cuello para negociar la tarifa, discutir o conversar en jerga. El lugar es casi un templo ambulante. Cuando uno se sube, al poco tiempo puede identificar la adscripción religiosa de su dueño a partir de los elementos colgados frente al vidrio delantero: un pequeño ganesh, hilos con bolitas de algo que puede ser tela o mugre condensada, ramos de flores semi-marchitas.

domingo, 14 de septiembre de 2014

Recorridos

Hacía un tiempo que no recorría el camino a su escuela primaria. Era domingo a la hora de la siesta. Llovía y hacía frío. No era tan imprescindible el abrigo como el deseo de evitar pensar eso que sin querer pensaba.
Las calles tenían más pozos, las cuadras eran más insípidas. La vieja parada de colectivo estaba abandonada (el colectivo había cambiado de recorrido hacía unos años).
Volvía como se vuelve del extranjero: un poco desacostumbrado a lo mismo de siempre, un poco desilusionado por el tiempo que pasa, un poco más reflexivo, un poco más triste.
Sentía sobre el hombro el peso de las dos correas, la del morral y la del estuche de violín. La soledad de sus pasos solo era interrumpida por el ruido de los barrotes de sus pensamientos.
Tomó otra vez el colectivo que lo llevaba a esa otra escuela, su secundaria. Los negocios estaban cerrados, así que fue mirando hacia adentro. Le dolía adentro. Se dio cuenta que repetir no hace bien, trató de fijarlo por por décima o decimocuarta vez. Igual, era lo mismo. Se le antojó como un engranaje que gira en una máquina gastada, un tornillo que no termina de asegurar un panel.
El agujero de la soledad, a la que antes se había abonado por gusto, dolía.
Bajó antes de llegar a su otra vieja escuela. Fue a un oasis humano, vivo. Rió con sinceridad.
Horas después lo acompañaron de nuevo a la lluvia. Al cabo de un rato se sintió cerca de la locura, pero impedido de volverse loco por esa extraña costumbre de estar siempre al borde pero aún demasiado alerta. La locura agarra por sorpresa, con seguridad de cosa irremediable. Viajó en tren, Recordó algunas otras de sus locuras en una parada de colectivo más reciente... como volviendo del extranjero. La lluvia caía en diagonal, le mojaba los zapatos. Las dos correas ahora estaban distribuidas una en cada hombro, le parecieron más pesadas que antes.
Cuando llegó a su casa se sintió apenas mejor, pero la idea de comenzar otra semana de mascarada lo agotó tanto que ya le iba a costar dormir.
En ese estribillo de vez en cuando sonaba el eco de una canción de amor, que con cierta ironía lo apremiaba desde sus fantasmas. Pensó en llamar pidiendo auxilio, pero se descorazonó solo de recordar. Mejor era no hablar con nadie, y tratar de escribir eso que uno escribe para uno solo, ese estribillo de los barrotes.

martes, 26 de agosto de 2014

Consideraciones

Ya es tarde para dormir, otra vez.
Sufro de anhelos. Sufro para no dejar ir, y en este estar sufriente estoy, pero ya odio estar.
Me voy para que me busquen, me buscan y es siempre otra cosa.
Es el estribillo repetido, el optimismo gastado y el aburrimiento de lo mismo.
Me cansé, pero no ese cansancio del día, de la semana, del año. Es un cansancio cualitativo, un desgano de haber hecho demasiados intentos, desgano sensible, metódico.
Me cansé de explicar, me cansé de que la cosa me quede adentro.
Me cansé de viajar, me cansé de quedarme.
Sufro de querer solucionar problemas, sufro de creer.
Sufro de esperar que el otro cambie, sufro de aceptar que el otro es así.
Sufro con los que se fueron hace demasiado poco, y con los que nunca vienen ni se van.
A veces sueño con soñar.
Sufro de buscar lo que siento que me falta.
Varios estribillos que vuelven, como las mascaritas, y cierta mentira necesaria. Como las cosas de siempre.
Me aburrí hasta la náusea, quise vomitar y no pude. Quise llorar y solo logré entristecerme un poco más, las lágrimas tampoco quieren venir.
Sufro de ser tremendo, sufro de tener demasiados puntos de vista.
Sufro de puertas invisibles, de gritar a oídos cercanos, de susurrar lo que tendría que decir en voz alta.
Es tanto el cansancio que ya no me deja dormir.
Sufro de pensar que me van a leer y voy a quedar pegado a mis palabras. De la poca sutileza que implica no reconocer que la escritura es también una forma de nacimiento: poner afuera lo que ya aburrió dentro. Escribo lo que fui, entretanto voy siendo otra cosa.
Sufro de los demás y de mis distancias. Barreras hechas para que alguien se anime a entrar y tenga cuidado, que simulan ser trabas para quedarse afuera.
Sufro de inventos.
Sufro esta envoltura de letras mortificantes, repeticiones de lo indeseable, juegos truncos, malentendidos.
Sufro de seguir hace meses en el mismo día.
Para dormir, otra vez.

viernes, 14 de marzo de 2014

Burbujas

La gente vive en burbujas, quizás no haya otra manera de vivir.



La serie de aclaraciones necesarias es apenas un comentario, pero después de un tiempo de estar claramente fuera de mi burbuja siento que necesito desesperadamente una. Una burbuja mínima de confort, de caras y códigos compartidos. Burbuja de reciprocidad, y burbuja de afecto. Es muy complicado vivir fuera de algún tipo de burbuja, y no siempre es sencilla la traslación de una a otra. Cada burbuja viene con sus códigos, y las hay de mayor o menos tamaño, con diferentes grados de resistencia.
Hay burbujas en soledad y burbujas compartidas. No sé si hay un afuera de la burbuja, o el universo de burbujas será contenido dentro de una burbuja mayor. No sé si hay una o varias burbujas mayores. Sé que necesito una burbuja, o una serie de ellas. La burbuja del trabajo, la burbuja del amor, la burbuja de la amistad. Parece peyorativo el término; de hecho, es el uso habitual de la palabra. En aras de facilitar la comprensión, también puede leerse como redes. En el fondo tampoco sé bien de que se trata, es apenas un cambio de metáfora para lo que todo el mundo vive sin saber.