domingo, 14 de septiembre de 2014

Recorridos

Hacía un tiempo que no recorría el camino a su escuela primaria. Era domingo a la hora de la siesta. Llovía y hacía frío. No era tan imprescindible el abrigo como el deseo de evitar pensar eso que sin querer pensaba.
Las calles tenían más pozos, las cuadras eran más insípidas. La vieja parada de colectivo estaba abandonada (el colectivo había cambiado de recorrido hacía unos años).
Volvía como se vuelve del extranjero: un poco desacostumbrado a lo mismo de siempre, un poco desilusionado por el tiempo que pasa, un poco más reflexivo, un poco más triste.
Sentía sobre el hombro el peso de las dos correas, la del morral y la del estuche de violín. La soledad de sus pasos solo era interrumpida por el ruido de los barrotes de sus pensamientos.
Tomó otra vez el colectivo que lo llevaba a esa otra escuela, su secundaria. Los negocios estaban cerrados, así que fue mirando hacia adentro. Le dolía adentro. Se dio cuenta que repetir no hace bien, trató de fijarlo por por décima o decimocuarta vez. Igual, era lo mismo. Se le antojó como un engranaje que gira en una máquina gastada, un tornillo que no termina de asegurar un panel.
El agujero de la soledad, a la que antes se había abonado por gusto, dolía.
Bajó antes de llegar a su otra vieja escuela. Fue a un oasis humano, vivo. Rió con sinceridad.
Horas después lo acompañaron de nuevo a la lluvia. Al cabo de un rato se sintió cerca de la locura, pero impedido de volverse loco por esa extraña costumbre de estar siempre al borde pero aún demasiado alerta. La locura agarra por sorpresa, con seguridad de cosa irremediable. Viajó en tren, Recordó algunas otras de sus locuras en una parada de colectivo más reciente... como volviendo del extranjero. La lluvia caía en diagonal, le mojaba los zapatos. Las dos correas ahora estaban distribuidas una en cada hombro, le parecieron más pesadas que antes.
Cuando llegó a su casa se sintió apenas mejor, pero la idea de comenzar otra semana de mascarada lo agotó tanto que ya le iba a costar dormir.
En ese estribillo de vez en cuando sonaba el eco de una canción de amor, que con cierta ironía lo apremiaba desde sus fantasmas. Pensó en llamar pidiendo auxilio, pero se descorazonó solo de recordar. Mejor era no hablar con nadie, y tratar de escribir eso que uno escribe para uno solo, ese estribillo de los barrotes.

No hay comentarios:

Publicar un comentario